Acabar
de leer esta historia deja una sensación curiosa. El ritmo es muy alto y
los sucesos son golpes a encajar, uno detrás de otro. Mohamed Chukri
escribió aquí la autobiografía de sus veinte primeros años de vida, en
los que creció intentando escapar sin éxito de la extrema pobreza de las
calles del Marruecos de los años 50.
En un contexto tan poco
amable como ese, no sorprende encontrar una historia llena de
descubrimientos demasiado tempranos de cosas poco recomendables, que la
gente con una suerte más favorable en la lotería del nacimiento no
conoce hasta mucho más tarde (o nunca, incluso). Los conflictos, el
hambre y el miedo tanto a lo tangible como a lo intangible son
sensaciones muy nítidas. Tan nítidas que lo que más choca es que el
autor no se tome largas pausas para la reflexión y que la narración esté
tan basada en la acción. Pocas veces alguien fue capaz de soltar tal
cantidad de barbaridades sin mostrar la más mínima intención de parar un
segundo a comentar su visión de la jugada.
Es una lectura
incómoda, no exagero demasiado si digo que cada una de las páginas
contiene algún hecho o pensamiento que oscila entre lo éticamente dudoso
y lo que escandalizaría al mismísimo Atila. Es la desesperación llevada
al papel o, más bien, el efecto de esa desesperación sobre la condición
humana, sin medias tintas.
Leer algo así aporta cosas a quien
quién tiene voluntad de encontrarlas, pero hay que tener claro lo que
nos espera al abrir el libro. Es una visión cruda y sin endulzar de un
mundo tan real como otros mundos más amables, una historia que no es
correcta ni cuenta bellezas, sino que está hecha para hacer partícipe a
quien la lee de algo de lo que no querrá ser cómplice.
Es un
libro, en definitiva, para entender lo incomprensible. Para intentar
empatizar o acabar odiando a una persona que, incluso siendo un niño, es
tanto víctima como verdugo en su contexto. Un libro para que lo lea
solamente quien piense que si una historia existe debe ser contada,
incluso aunque sea inaceptable. Porque la realidad no entiende de éticas
y el pasado no entiende de convenciones sociales presentes.
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