"—¿Cuánto le debo? —dijo Colin—.
—Es muy caro —dijo el comerciante—. Debería matarme a golpes y marcharse sin pagar…
—¡Oh, no! —dijo Colin—. Estoy demasiado cansado.
—Bueno, pues son dos doblezones
Colin sacó la cartera
—Pero tenga usted en cuenta que es un verdadero atraco —añadió el boticario—.
—Me da lo mismo… —dijo Colin con voz apagada—.
—Es usted tonto —dijo el tratante de remedios acompañándolo hasta la puerta—. Yo soy viejo y no muy resistente.
—No tengo tiempo —murmuró Colin—.”
Esto
alterna entre lo graciosísimo y lo deprimente con una naturalidad fuera
de lo normal. Una novela surrealista en la que ver a gente saltar sobre
nubes, a comerciantes intentando convencer a los clientes de que lo
mejor es no pagarles o un piano capaz de crear cócteles según la melodía
que se toque en él son cosas que pueden ocurrir.
Un protagonista
principal que vive en su mundo idílico de rico hasta que su mujer
enferma por una flor que crece en su pulmón y tiene que endeudarse
porque lo único que puede curar esa enfermedad es comprar más flores. Un
amigo del protagonista principal tan obsesionado con su escritor
preferido que gasta todo su dinero en comprarse todas las ediciones de
sus libros, su ropa usada y recorre las librerías de la ciudad buscando
objetos que tengan sus huellas dactilares. Sus historias se desarrollan
en dos contextos muy bien diferenciados: Cuando las cosas van muy bien
para todos (primera parte del libro) y cuando van muy mal (segunda
parte).
La espuma de los días es un mundo surrealista, pero tiene
un mensaje. Un mensaje que seguramente sea la crítica del materialismo
existencial y la advertencia de que el mundo idílico no existe. O quizás
en realidad no haya un mensaje, quien sabe, porque el surrealismo
también tenía mucho de reírse de la gente que por creerse muy
intelectual pretende saber el significado de todo, incluso de lo que
está hecho a lo loco.
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