Alguien me dijo una vez: “El mundo está lleno de gente
que quiere enseñar pero no sabe y gente que necesita aprender pero no
tiene intención de hacerlo”. Me gustaría que la frase se me hubiera
ocurrido a mí, porque es una de esas reflexiones que quedan bien en los
libros de historia, pero como el creador de la genialidad no fui yo me
toca ponerla entre comillas.
Creo que es una afirmación bastante
acertada, seguramente necesitaríamos poner mucho más de nuestra parte
para escuchar cosas que tienen que exponer otros, pero además si somos
nosotros quienes queremos hacer llegar un mensaje entonces la fórmula
narrativa del mismo es vital para que alguien quiera prestar atención.
Quizás creamos que con soltar lo que tenemos en la cabeza y quedarnos a
gusto es más que suficiente y que con eso ya colonizamos las cabezas de
nuestros vecinos, pero no es así. No hay nada más complicado en tiempos
de saturación audiovisual que conseguir obtener la atención de otra
persona.
La necesidad de un mensaje bien emitido se hace más
vital cuanto más importante sea lo que hay que decir, las grandes causas
necesitan defensas a la altura. Debe tenerse en cuenta que cuando algo
está mal lo relevante no es decir que está mal, sino hacer que quien
contribuye a esa maldad instaurada entienda qué es lo que no va bien y
qué se necesita para arreglarlo. Hablar no sirve de mucho si no eres
capaz de conseguir que quien debe escucharte quiera hacerlo.
El único momento en el que tenemos el control de un viaje
es durante ese rato que dedicamos a hacer los preparativos. Durante
esos instantes de previsión tenemos claro que llegaremos al aeropuerto a
la hora pensada, aterrizaremos en el destino a la hora prevista y cada
día de nuestra estancia allí tiene su actividad asignada estudiada para
aprovechar óptimamente el tiempo.
Una vez se acaban los
preparativos, el control se pierde por completo. El taxi que te lleva al
aeropuerto se pasa veinte minutos en un atasco, acabas pasando el
control de equipajes sudando por las prisas y el avión llega al destino
media hora más tarde por problemas técnicos antes del despegue. Al final
llegas al hotel sin pensar en nada más que en dormir, mandando a la
mierda tus planeadas pretensiones de tener un primer contacto con el
lugar tomando unas cervezas en un bar del centro de la ciudad. Además,
como la suerte tiene esas cosas, tampoco se descarta que durante tus dos
primeros días de viaje llueva a cántaros a todas horas, haciendo que tu
plan de recorrer la ciudad a pie se convierta en utópico.
Para
vivir sin dramas es bastante útil tener en cuenta que lo planeado es
siempre una sugerencia, y por ello no hay que cogerle mucho apego a ese
guión porque es posible que al final no sirva para mucho. Es más, si
resulta servir de mucho será una mala noticia, porque las grandes
historias no suelen calcar al pie de la letra lo que hay escrito en una
libreta. Las vivencias épicas llegan pinchando una rueda en mitad de un
desierto sin pueblos a 50 km a la redonda o perdiendo el último bus de
la noche y viéndote obligado a vagar por calles desconocidas sin tener
muy claro a dónde estás yendo. Las mejores historias, igual que las
desastrosas, aparecen cuando pasa lo que no debería pasar. Si es que
sobrevives, claro.
En la vida, en general, pasa lo mismo que en
un viaje: alejarse de lo planeado suele darte siempre algo que contar.
Si sales indemne del contratiempo...
Existe un conocido dicho que sugiere que toda persona
debe plantar un árbol, tener un hijo y escribir un libro, aunque a mí
siempre me pareció un consejo sospechoso. ¿Por qué esas tres cosas en
particular? Es decir, lo del hijo lo entiendo, al fin y al cabo forma
parte del ciclo vital de todo animal, ¿pero qué hace que las otras dos
acciones sean tan relevantes para saciar la existencia humana? Los
árboles son importantes, pero yo creo que si se le pudiera preguntar a
un árbol su opinión sobre el tema diría algo como “vosotros preocupaos
de no talarnos a lo loco y de no prendernos fuego, que para brotar no
tenemos problema si no nos venís a joder”. En cuanto al tema de la
escritura, tengo aún más dudas sobre su necesidad: Hay tantos libros en
el mundo que no se inventaron números suficientes para contarlos, algún
día habrá que ir parando.
Todo apunta a que la frase es obra de
un editor ambicioso. Pero no de un editor de los de buen rollo, no, sino
uno de esos que te abordan diciendo que tu novela es una obra maestra
digna de la mismísima Jane Austen y después, con el hielo ya roto, te
sueltan el leve detalle de que para publicarla tendrás que pagarles unos
cuantos miles de euros y sacrificar a tu primogénito porque, aunque la
obra está a las puertas del Nobel, es mejor que pongas tú el dinero.
Tiene todo el sentido, incautos escribiendo libros para sacarles los
cuartos diciéndoles que están a una sobredimensionada inversión de
alcanzar el éxito y árboles para que no falte papel para imprimirlos;
todo cuadra.
En fin, ahora ya más en serio: ni árboles, ni libros
ni hijos (bueno, hijos mejor sí, no es mi intención acabar este texto
instando a la extinción de la especie). No creo que, para una vida
plena, haya tareas ineludibles generalizables a todos igual que tampoco
creo que estemos aquí para cumplir propósitos relevantes en lugar de por
casualidad. Si realmente las cosas tuvieran un sentido, si estuviéramos
aquí para hacer algo realmente importante, nos lo habrían tatuado en la
frente para que no se nos olvidara. Y, al menos en mi frente, solo veo
un par de cicatrices resultantes de torpezas pasadas.
Quizás nacer en la España de los 90 no haya sido muy buena idea. Fue posiblemente el mejor momento de toda la historia para nacer si lo valoramos, pandemias aparte, desde el punto de vista de la comodidad y la libertad (en ese sentido la experiencia podría calificarse en Trip Advisor con un 7 sobre 10), pero desde otros puntos de vista la cosa cambia un poco. Nacimos demasiado tarde para las historias de exploradores y demasiado pronto para las historias de naves espaciales, y también nacimos demasiado tarde para poder aspirar al estilo de vida en el que crecimos. A nosotros nos toca otra cosa, no nos toca ni optar a los retos de la naturaleza ni a cierta acomodada estabilidad, nos toca la urgencia y la incertidumbre.
Creo que en cierta medida es algo basado en la imposición de la cultura de la sustitución por encima de la cultura del arreglo. Desde hace tiempo (ojo, porque justo ahora se viene cliché) la gente ya no va al zapatero, simplemente se compra unos zapatos nuevos porque la diferencia económica no es tan grande. ¿Qué más da que algo pueda tener arreglo, si lo nuevo apenas cuesta unos euros más y no tiene remiendos?
Esa cultura de la sustitución no se limita solo a lo material, llega a todas partes, incluso a los conciudadanos. Recuerdo que aún no habíamos cumplido la mayoría de edad cuando se hablaba de que los que nos incorporaríamos al mercado laboral después de la crisis de 2008 eramos “La generación perdida”. Igual que lo fue la que sufrió el auge de la heroína en los 80 o las que llegaron a la mayoría de edad en tiempos de las grandes guerras, estábamos perdidos antes de empezar siquiera a buscarnos y no había más que hablar. En esas otras generaciones invalidadas solía haber un detonante importante (por muy indecente que sea una guerra, hay que reconocer que es una razón de peso bastante considerable), pero esta vez creo que no. No parece que hubiera más motivo que la incapacidad para conservar hasta nuestros tiempos el mismo mundo en el que conseguir una cierta estabilidad vital antes de los 50 años era algo más sencillo. Quién sabe si algunos disfrutaron de más estabilidad de la que deberían a costa de poder disfrutarla durante más tiempo.
Yo que sé, tampoco vamos a tirarnos por un barranco, pero de lo que no cabe duda es de que a nuestra generación nadie la llevó al zapatero a buscar arreglo, supongo que porque finiquitar generaciones es bastante sencillo cuando no perteneces a ellas. Los pitonisos que predecían nuestra debacle, eso sí, pueden anotarse un tanto: salvo honrosas excepciones, quien se incorporó al mercado laboral en los últimos 10 años se metió una hostia de primera categoría.
No es todo negativo, eso sí, al menos podemos agradecer las formas. Nunca se había dejado que una generación se echara a perder de manera tan elegante como ahora, con cierta paz mundial y con el detalle de, al menos, ponernos al alcance de la mano juguetes tecnológicos y opiáceos para ayudar a pasar el rato.
"El espíritu humano siente repugnancia a aceptarse de las
manos del azar, a no ser más que el producto pasajero de posibilidades
que no están presididas por ningún dios, y sobre todo por él mismo. Una
parte de cada vida, y aún de cada vida insignificante, transcurre en
buscar las razones de ser, los puntos de partida, las fuentes."
No
creo que haya existido mucha gente que supiera escribir mejor de lo que
escribía Marguerite Yourcenar. Y en el siglo XX no existen muchas obras
más completas que Memorias de Adriano.
No tengo gran tendencia a
la literatura de género. Hay novelas de ciencia ficción que me gustan o
novelas policíacas que me gustan, pero lo que realmente suelo leer es
la literatura en la que lo más importante pasa dentro de los personajes,
no fuera. En ese aspecto, este libro tiene poca competencia.
No
es fácil que un personaje resulte convincente cuando un autor intenta
crearlo entrando demasiado en sus pensamientos, pero Memorias de Adriano
lo consigue y eso es lo que le da valor. No es una novela histórica, es
una novela sobre cómo podría haber visto su historia un personaje
histórico. Una visión casi hagiográfica, como corresponde a la noción de
sí mismo que se espera en todo emperador romano, que se hace
consistente en todo momento.
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