Duff McKagan
es el bajista de Guns N’Roses. Lo fue en la formación original de los
años 80 y lo vuelve a ser en la actualidad, tras la reconciliación que
se produjo en los últimos años entre los principales miembros de la
banda. Sabiendo que pertenece a un grupo mundialmente famoso por sus
excesos, uno puede imaginarse al abrir este libro que lo que va a leer
no va a ser una autobiografía recatada y llena de corrección política.
Este
‘It’s so easy (y otras mentiras)’ es la historia de la vida de Duff y
deja claro que el tío no se aburrió. En esencia es la historia de dos
caminos de éxito: el que le llevó a ser una de las estrellas de rock más
indiscutibles de su tiempo y el que le llevó a ser un politoxicómano
quizás incluso más indiscutible. Habrá a quien le parezca que este
segundo camino no es muy exitoso pero, al leer todo lo que esta persona
metió en su cuerpo a lo largo de los años, no puedo más que reconocer
que llegar a los 60 en un estado físico más que aceptable tras semejante
ingesta de mierda es una proeza a la altura de muy pocos.
Este
verano estuve en el concierto que dieron en Vigo y acabé las tres horas
que duró con la sensación de estar en peor estado físico que ellos.
Slash incluso se marchó del escenario haciendo el pino después de andar
cargando todo el rato con una Les Paul mientras yo difícilmente era
capaz de dar tres pasos sin notar crujidos, después de estar todo ese
rato dando una exhibición de conocimiento letrístico y de exigentes
movimientos de éxtasis rítmico propios del que ve por fin en directo al
grupo más importante de su adolescencia. Al leer este libro y conocer
aún más a fondo las aventuras de este entrañable conjunto de
politoxicómanos estoy aún más sorprendido de que esos señores mayores
con los órganos tan exigidos dieran tal recital.
En cualquier
caso, esta no es una historia sobre drogas. Tiene mucho sobre ellas,
pero es también una historia de superación y de sueños cumplidos de un
chaval que arriesgando y de la nada llegó al todo y que cayó en un pozo
oscuro para volver a salir y dar un giro a su vida para convertirse en
un sanísimo intelectual. De las mejores autobiografías musicales que leí
nunca.
Tardé varios
capítulos en conseguir entenderme con esta novela. Está escrita con un
estilo muy particular, escapando de los aspectos estilísticos clásicos.
No existe aquí la fórmula típica del narrador contando la escena con los
diálogos claramente precedidos de guiones, sino que Woolf difumina esa
línea entre narración y conversación. Los personajes se convierten en
narradores por turnos y los diálogos aparecen a menudo a mitad del
párrafo con el caos propio del fuero interno. Y es que en este libro,
más que la acción y los escenarios donde habitan los personajes, lo que
observamos es el flujo de sus pensamientos. Es la historia de las
emociones de un grupo de personas, más que la historia de sus actos.
Es
un libro con tres partes bien definidas. De hecho, están tan bien
definidas que la historia está explícitamente dividida en esas tres
fases, cada una con su título y todo. La primera, aunque bañada por esa
angustia existencial que todo humano trae consigo como defecto de
fábrica, transmite un ambiente de despreocupación. La segunda parte
provoca un ánimo de irrelevancia y fugacidad. Por último, la tercera
destroza definitivamente al lector con la desolación más absoluta, para
acabar remontando hacia la aceptación.
Interpreto que lo de
llamar ‘Al faro’ a esto fue una forma que tuvo Woolf de distraer la
atención de lo importante, ironizando sobre la sociedad poniendo el foco
lejos de los problemas que no interesan a quienes mueven los hilos.
Igual que Instagram te distrae haciéndote creer que lo importante es
tener muchos likes, Virginia te hace creer que lo importante es el faro
cuando en realidad gran parte de la carga de la obra está en el cuadro
que una de sus protagonistas, Lily Briscoe, se pasa toda la novela
intentando acabar.
El gran bloqueo creativo que experimenta Lily
con dicho cuadro se ve influenciado no solo por sus inseguridades
internas, sino también por las expectativas y los juicios ajenos. Este
símbolo se convierte en una alegoría de la vida y de la lucha por
enfrentarse a sus barreras y es pieza clave del libro hasta el punto en
que seguramente el primer borrador enviado a los editores llevara por
título: “Acaba el puto cuadro, Lily”.
La segunda
parte de la Trilogía de la ciudad blanca empieza con el hallazgo de una
persona en mitad del monte cuyo cuerpo da preocupantes señales de
carencia de vida. Esas señales son, esencialmente, que está atada por
los pies a un árbol y colgando boca abajo con la cabeza metida en un
caldero de la Edad del Bronce. A esto, ya de por sí preocupante, se le
suma el hecho de que no respira, que tiene un color de piel que no es el
que suele tener la gente en su vida diaria y que no responde a las
preguntas, por lo que los expertos deciden que esa persona está
probablemente muerta.
Una vez se acepta la idea de que ese
cadáver se creó allí a mala idea, descubrimos que no es una muerte
cualquiera, sino la de la primera novia de Unai López de Ayala, el
intrépido policía que protagoniza la trilogía. Unai, con esa típica
sensación incómoda de cuando tu primera pareja aparece con la cabeza
metida en un caldero de relevancia etnográfica, se promete aclarar qué
pasó allí. Es por ello que se deja convencer de que tiene que volver a
ejercer su trabajo policial a pesar de que, por cuestiones que sabrán
quienes hayan leído el tomo anterior, no anda muy católico para la labor
investigadora.
A lo largo de la novela se nos intercala el
presente, en el cuál Unai va descubriendo que la disposición del cuerpo
de su antigua novia se corresponde con un antiquísimo ritual de muerte
propio de la cultura celta, con fragmentos de un pasado remoto en el
cuál se conocieron Unai y esa mujer que no había visto en años. Aquel
primer encuentro había sucedido más de 20 años antes, en un campamento
de voluntariado para adolescentes en Cantabria destinado a ayudar en una
ubicación arqueológica. Unai acudió allí con su grupo de amigos y la
por aquel entonces desconocida chica generó en la cuadrilla un impacto
de proporciones mitológicas con su excéntrica personalidad. Durante toda
la novela se deja entrever que en aquel verano adolescente ocurrieron
cosas gravísimas, que marcaron a los protagonistas para siempre y que
volverán ahora para aportar misterio a la trama.
Un libro entretenido, aunque algún peldaño por debajo del que inicia la saga.
Cuando me
crucé con el libro de memorias de la que probablemente fue la persona
más graciosa del siglo XX no pude evitar llevármelo a casa. Quizás hubo
alguien más gracioso en la Sri Lanka de los años 80, es posible, pero no
me consta y me veo obligado a trabajar con los datos que manejo. Si me
preguntan a mí, Groucho Marx es seguramente la persona famosa que más
gracia me hizo hasta la llegada de Raúl Cimas al mundo del espectáculo.
Este
libro se vende como una autobiografía, pero es más bien un intencionado
cúmulo de despropósitos (en el buen sentido). El autor barre cosas sin
demasiado orden, suelta divagaciones que intercala con historias
abstractas y episodios de su vida que pronto convierte en anécdotas de
todo tipo que no tienen nada que ver con lo que estaba empezando a
contar. Comienza a hablar de sus inicios en el vodevil junto a sus
hermanos y a los dos párrafos te das cuenta de que encontró la excusa
para explicar una cosa que le pasó un día a su primo José Luis cuando
fue a por el pan. Groucho siempre encuentra la manera de llenar páginas
sin contar nada relevante de su vida privada, y él mismo reconoce en
alguna ocasión que no tiene intención de exponer nada que tenga que ver
con lo personal.
Es una recopilación de anécdotas surrealistas,
tanto suyas como de gente a la que dice conocer pero casi nunca nombra
explícitamente “para evitar problemas legales”. Lo cierto es que
mientras lees las 300 páginas del libro es inevitable pensar que muchas
de las anécdotas narradas son inventadas o, como mínimo, exageradas
hasta el absurdo que caracterizaba su estilo de humor. Me parece una
genialidad escribir unas memorias en las que en vez de hablar de tu vida
exageras cosas que le pasaron a otros y vacilas al personal con el que
coincidiste y que no te caía bien.
Un libro muy sarcástico, que a
veces permite ver la forma de pensar de Groucho pero que sobre todo
permite ver su forma de tomarse la vida. ¿Para qué tomársela muy en
serio y darse demasiada importancia contando una experiencia vital real
pudiendo hacer una broma por párrafo? Menciona a bastantes personajes de
la cultura popular americana del momento, eso sí. Tocó usar Google cada
10 páginas.
El silencio de la ciudad blanca sigue la investigación de una serie de asesinatos en los que las víctimas aparecen por parejas y siempre en la misma postura, con una de sus manos en la mejilla del otro. Además, las parejas cada vez tienen cinco años más que los anteriores y apellidos alaveses compuestos. Como es comprensible, cuando en ese contexto acaban de matar a dos chavales de 20 años los de 25 que viven por la zona y tienen apellido ilustre empiezan a ponerse algo tensos. Eso sí, las matanzas coinciden con las fiestas patronales y el ciudadano medio no se encierra ni renuncia al jolgorio por una minucia como que haya un asesino en serie suelto por la ciudad. La gente sale a tomar sus copazos y que pase lo que tenga que pasar.
El investigador protagonista es un inspector llamado Unai López de Ayala, pero al que sus cercanos apodan Kraken desde la adolescencia. No queda demasiado claro por qué le pusieron el mote pero supongo que sería porque no caía del todo bien, yo no llamaría a un colega como a un adefesio marino mitológico si le tengo un mínimo de aprecio. En cualquier caso, el hombre lleva el mote con cierta dignidad y tiene carisma, es un tipo simpático aunque hay que reconocer que entra en el tópico de “protagonista de thriller con sus demonios y su pasado traumático”.
La novela es dinámica, engancha y te hace ir cambiando de sospechoso en sospechoso con frecuencia, haciéndote creer el más listo pero llevándote a fracasar hábilmente hasta el final. Habrá que ir a por el segundo.
En estas
fechas es posible que, para alguno, La cena secreta haya sido el
tradicional atracón nocturno de Año Nuevo basado en bajarse todos los
turrones sobrantes de las fiestas sin decírselo a nadie y prometiéndose
que a partir del día siguiente empezará el gimnasio. No obstante, en
este libro no aparece nadie a punto de reventar por el excedente de
Suchard mientras se lamenta de los excesos navideños, el tema es bien
distinto.
En esta novela, oportunamente escrita para subirse al
carro del fenómeno que El Código da Vinci había generado a nivel mundial
un año antes de su publicación, el autor plantea una trama de misterios
y conspiraciones con el siempre socorrido Leonardo como punto de apoyo
de todo. Si el genio italiano levantara la cabeza y viese que sus
esfuerzos para ser erudito de la pintura, arquitectura, ingeniería y mil
cosas más hicieron de él el conspirador preferido de los novelistas del
siglo XXI se habría dedicado a la petanca. Y se habría convertido en el
más virtuoso petanquero de su barrio, por supuesto.
El
planteamiento principal del libro se basa en los tiempos en los que da
Vinci se encontraba pintando La última cena en el convento milanés de
Santa Maria delle Grazie. Un personaje misterioso no para de enviar
inquietantes mensajes en clave a la élite religiosa de Roma diciendo que
se están cometiendo herejías gravísimas en esa pintura y al final no
les queda otra que enviar a un inquisidor a Milán para descubrir quién
está detrás de los mensajes e intentar ver qué pasa allí.
Alterna
(con varias toneladas más de lo segundo que de lo primero) entre cierto
rigor histórico y cierto jugueteo con los huecos oscuros de la
historia, asignando a Leonardo y a su obra creencias y rasgos de libre
interpretación. Como el artista fue un hombre de inquietudes con mucho
misterio a su alrededor, resulta tentador sacarse un best seller de la
manga en base a lo que pudo haber sido, pero no va mucho más allá de
eso. Entretiene, sobre todo en la primera parte, pero sobrevive a la
segunda mitad en base a plantear un misterio que ningún personaje es
capaz de ver aunque un lector medianamente atento puede descubrirlo de
un rápido vistazo adecuadamente tirado.
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