Es curiosa la dualidad que existe en la
relación entre las personas y el tiempo. Por un lado siempre queremos
más y tememos que llegue el momento en el que todo se acabe, pero por
otro nos resistimos firmemente a su paso porque la consecuencia de ello
es la decrepitud. ¿Cómo se concilian dos sentimientos humanos tan
opuestos y a la vez tan reales?
Yo creo que, en verdad, no nos
gustaría tener más tiempo, sino conseguir una reformulación de las leyes
físicas: un mecanismo con el que crear dilataciones temporales a gusto
del consumidor, a poder ser sin el lío que supone tener que acercarnos a
la velocidad de la luz para que Einstein lo haga por nosotros. No
queremos tener infinitos segundos en nuestra vida, sino alargar hasta
que nos cansemos aquellos que son dignos de ello. Lo ideal no es tener
más futuro, sino tener más presente.
Y es que el futuro, en
general, tampoco es algo tan increíble si lo comparamos con la
actualidad. El futuro es un lugar en el que salvo sorpresa siempre
seremos más viejos y en el que todo suele ser más decepcionante de lo
que los planes prometían. Por mucho que creamos vivir para mejorar
nuestro futuro, creo que más bien tendemos a vivir para mejorar el
pasado; para que dicho pasado, mientras es todavía presente, sea digno
de recordar más tarde. Buscamos que la nostalgia aparezca por aquello
que hicimos una vez y no por lo que nos privamos de hacer.
Esa
nostalgia no es algo negativo a pesar de su mala fama. Porque del pasado
no se vive pero del futuro tampoco, de hecho ni siquiera existe hasta
que no se demuestra lo contrario. De lo único de lo que se puede vivir
es de un presente que cree nostalgia en lugar de remordimiento. La
nostalgia no es mala, es lo mejor que tenemos e indica que hubo tiempos
que supimos aprovechar. Es una visita a un museo que expone su obra en
el tiempo en lugar de en el espacio. La nostalgia es lo que hace que
merezca la pena juntar un par de tazas en una mesa y hablar ante ellas
de lo que la provoca con quien lo vivió contigo, hasta que la
incapacidad humana para conseguir la dilatación temporal obliga a
terminar la visita al museo.
Para ver todos los pedazos de historia, puedes entrar en este enlace.
Dejen paso al cambio |
Un manifestante prodemocracia forcejea sobre un tanque con un militar soviético durante las movilizaciones civiles contra el intento de golpe de estado llevado a cabo por la cúpula soviética en respuesta a las reformas de Gorbachov (Moscú, agosto de 1991)
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Un diálogo complicado |
Vuk Bojovic, director del zoo de Belgrado, intenta convencer al chimpancé Sami de que vuelva tras haberse escapado a la ciudad. En su escapada anterior (dos días antes) el director había tenido éxito apaciguándolo, pero en esta ocasión necesitaron recurrir a dardos tranquilizantes (1988).
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París en 1923 (autor: Jules Gervais-Courtellemont) |
Panorámica de París en 1923, vista desde la iglesia de Saint-Gervais (placa autocroma)
Escribir es una sucesión de percepciones
sobredimensionadas de la realidad. Siempre empiezas creyendo que tienes
algo impresionante entre manos, lo desarrollas pensando que no tienes
claro si será la mejor manera de hacerlo y, al final, acabas pensando
que tampoco era para tanto. La realidad está siempre en un punto
intermedio, pero comienzas y terminas fijando los extremos.
Creo
que esa tendencia es un vicio bastante asimilable a la vida en sí, que
también es en cierta medida un cúmulo de percepciones
sobredimensionadas. Es posible que odiemos los lunes más de lo que se
merecen y que deseemos los fines de semana con mayor ilusión de la que
deberíamos, al fin y al cabo la vida no debería vivirse despreciando
trozos de ella en base a un calendario. También es cierto que eso es
fácil decirlo un sábado y que el mérito sería comentarlo un día entre
semana, justo después de despertarte a las seis para llegar a un trabajo
en el que lo único interesante que haces es marcharte de allí. No nos
engañemos como nos intentan engañar esas tazas de desayuno con letras de
colores; claro que siempre va a haber momentos de vida totalmente
prescindibles, pero qué menos que minimizarlos a toda costa para no
vivir en bucles.
Existe, no obstante, una época en la que la vida
se aprecia en su justa medida: el final del verano. En el final del
verano sabemos lo que hay, la balanza está perfectamente equilibrada
entre el la mala sensación de entender que se está acabando lo que se
daba y la buena voluntad de querer aprovechar lo que queda. Durante esas
últimas jornadas en las que los lunes son el mismo tipo de día que los
sábados la filosofía habitual se transforma, aunque según se cumplen
años es algo cada vez más efímero. El tiempo va haciendo que nuestros
finales de verano ya no sean cuestión de varias semanas, sino de varios
días. El tiempo convierte las vueltas al colegio en vueltas a la oficina
y elimina esa sensación de reencuentro con los compañeros, porque
cuando vuelves a la oficina a los compañeros los dejaste de ver hace
quince días, no hace dos meses.
El fin del verano nos regala un poco de paz puntual antes de ceder el paso a la tormenta habitual.
Una noche cualquiera, quizás ya durante la primera década
de tu vida, miras hacia arriba. Al hacerlo ves un cielo despejado lleno
de puntos blancos, piensas "¿qué habrá ahí?" y esa pregunta se hace
inmediatamente un hueco privilegiado en tu cabeza; quieras o no. Porque
pensar "¿qué habrá ahí?" es siempre el principio de la curiosidad y la
curiosidad es el principio de todo lo que crea nuestro interés. Da igual
que la pregunta surja mirando hacia arriba una noche o mirando una caja
cerrada con una llave que no tenemos, al final es siempre lo mismo,
siempre la misma necesidad de conocer lo que existe más allá de lo que
podemos ver. Y la llave que necesitamos para desvelar lo oculto puede
ser un simple trozo de metal que entra en una cerradura, pero también un
telescopio que permite echar un vistazo a lo que hay oculto entre esos
puntos blancos que una vez hicieron llegar a tu mente la incógnita del
"¿qué habrá ahí?" tras mirar hacia arriba.
Cuando decides que
encontraste tu llave en un telescopio estás condenado a recorrer un
camino imposible, en el que nunca sabrás realmente lo que hay ahí. Nunca
lo sabrás porque nunca te dará tiempo y si tuvieras tiempo no tendrías
espacio, ya que el cerebro humano está hecho para no guardar mucho más
de lo estrictamente necesario y nunca podrías hacer sitio en él para
todo lo que existió, existe y existirá. Hay incógnitas a las que te
comprometes para siempre, hasta que la muerte te impida seguir abriendo
sus cerraduras. Hay cosas tan increíbles que llegan a ti simplemente por
mirar hacia arriba y se te aferran con tanta fuerza que eres incapaz de
alejarlas nunca más. Y, aunque a veces pienses que sería más sencillo
si nunca hubieses mirado hacia arriba y nunca te hubieses preocupado por
lo que había ahí, no puedes escapar de lo que se agarra a ti desde
dentro.
"—El piano facilita la digestión —decía mi abuelo—, y
afina los sentimientos. Un hombre ha de cuidar su digestión y tener
siempre afinados los sentimientos; si no, corre el peligro de
transformarse en una bestia."
Pocos autores escriben a sus protagonistas infantiles mejor que José Carlos Llop. En personalidad y en sensaciones.
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