septiembre 2022

viernes, 30 de septiembre de 2022

Philippe Claudel - Almas Grises



 

"Una vez más, remonté el curso de los años para acabar donde siempre. Conozco bien el camino. Es como volver a tu propio país."

En esta historia, ambientada en un pequeño pueblo del norte de Francia cercano al frente de batalla en el año 1917, la I Guerra Mundial es tan protagonista como los propios protagonistas. El triste ambiente de guerra, de pausa abrupta en la normalidad de la vida, está presente en todo momento aunque ni una sola maniobra militar se describa en sus capítulos. La aparición de una niña muerta a orillas del canal que discurre por los alrededores del pueblo tampoco es que contribuya demasiado a elevar la moral de los habitantes de un lugar más muerto que vivo, que espera la vuelta de quienes fueron obligados a ir a disparar y a ser disparados para que el mundo pueda volver a girar.

Todo está contado en palabras de un policía que, veinte años después del suceso, decide que está lo suficiente aburrido en su casa como para pensar que es momento de contar su versión de lo que sucedió en aquellos tiempos en los que el pueblo entero se sumió en la búsqueda del autor de tan imperdonable crimen. Almas grises es un título perfecto para una historia con aire bastante oscuro pero, efectivamente, más gris que negro. El gris de la condición humana que hace que nadie deje de ser sospechoso y a la vez nadie deje de generar empatía en un contexto en el que hasta Steven Seagal sería capaz de mostrar emociones.

La voz narrativa es nostálgica, casi (o quizás sin casi) depresiva, y tiene la capacidad de contagiar su indecente pragmatismo a quien la lee mientras contrapone el problema global de la guerra a las pequeñas guerras internas de los personajes que van desfilando por la trama. Después de más de doscientas páginas, la sensación predominante tras un final sorprendente y cruel no es el alivio por haber llegado a la solución del misterio ni tampoco la sorpresa. La sensación que consume a todas las demás es la soledad.

Una novela que se empieza a leer esperando una historia de suspense y se termina tardando unos días en ser capaz de escapar de su estado mental.

lunes, 26 de septiembre de 2022

La máquina del tiempo


Hay lugares que son máquinas del tiempo ajenas a las leyes de la física. Lugares que no tienen ningún mecanismo especial en ellos, que simplemente existen, pero que nos conectan de inmediato a momentos que no son de hoy. Las máquinas son impredecibles y pueden aparecer en gran variedad de localizaciones, pues el mecanismo no está en ellas, sino en el cerebro del viajero.

Escribo bastante sobre la influencia de los lugares en el recuerdo y la influencia del recuerdo en los lugares, porque es relevante. Cuando pasa el tiempo, tu ciudad se convierte en un cúmulo de escenarios en los que se representó tu vida. Cada calle tuvo sus escenas y cada escena tuvo su calado en el público, un público de un solo espectador. Por ello todo el mundo tiene sus decorados preferidos, sus lugares dignos de viaje.

Son sitios que al ser pisados nos proyectan de inmediato su trozo de película y, en su calidad de máquinas del tiempo, te recuerdan lo importante del presente. En ese presente, al que vuelves de inmediato tras el breve flashback, te preguntas: ¿Qué me transmitirá esta escena cuando se añada a la película en el futuro? Y quieres pensar que contribuirá a la magia del lugar, pero nunca lo sabes. Porque la máquina que viaja por el presente no es la misma que te lleva al pasado. Esa máquina solo se inventó para darte la oportunidadad de que sea agradable utilizar las que se esconden en tus escenarios.

miércoles, 14 de septiembre de 2022

Bertrand Russell - La conquista de la felicidad


 

Una cosa que no me acabó de convencer de este libro fue el título. Creo que es engañoso, porque la felicidad no la vas a conquistar leyendo estas doscientas páginas, para eso harían falta como mínimo cuatrocientas doce. Si por mí fuera, lo cambiaría a algo así como ‘No os vais a creer la cantidad de gilipolleces por las que os rompéis la cabeza, a ver si espabiláis’. No sé si tiene el mismo gancho comercial, pero es más exacto con respecto al contenido.

Mi motivación principal a la hora de leer esto fue la pura curiosidad sociológica. Quería saber si en 1930, cuando se publicó, las amarguras de la gente eran similares a las actuales. Ahora me queda claro que esencialmente sí, hay algún capítulo que parece explicar los motivos del ambiente cargado que se respira en Twitter y algún otro en el que parece referirse a la cantidad de estímulos sencillos e inmediatos que recibe la juventud contemporánea y que la hacen intolerante al aburrimiento. Si mientras lees algún fragmento te dicen que el autor lo escribió mientras en la radio sonaba Café Quijano y a lo lejos se escuchaba como suave murmullo a Matías Prats informando sobre la guerra de Ucrania sería difícil no creérselo.

Rusell era un filósofo de los que se dirigían al lector como si fuese su alumno preferido. En este ensayo sobre las causas de la infelicidad y la felicidad humanas te invita a sentarte junto a la mesa de su despacho, se recuesta hacia atrás en su asiento y comienza la enumeración de sus ideas en unos términos directos y sencillos. Te hace sentir parte de su grupo selecto de gente capaz de entender por qué el mundo es como es y quizás no lo seas, pero a él le da igual.

Acabaré diciendo que creo que sus razonamientos pueden llegar a resultar útiles para quien busque la metafísica de lo que perjudica y lo que beneficia a su bienestar interno. No está de más leer un poco de filosofía de la felicidad escrita antes de que el género se convirtiera, de forma drástica, en un nicho de mercado para timadores que desayunan cada día en tazas con mensajes pastelosos y que inventaron el término ‘autoayuda’ como forma de decir “ayúdate tú, que yo estoy ocupado contando tus billetes”.

domingo, 11 de septiembre de 2022

Mario Benedetti - La tregua




Reconozco que cuando empecé el libro esperaba un protagonista distinto. Sabía que iba sobre un hombre viudo a punto de jubilarse, y por ello me quedé algo extrañado cuando en las primeras páginas me encontré con que ese hombre tenía 49 años. Quizás en el Uruguay de 1958 en el que transcurre la obra las cosas eran así, pero cuando uno agarra el libro a día de hoy genera cierta sorpresa ver que esa persona a punto de dedicar sus mañanas a vigilar obras y alimentar gaviotas es un tío que aún está para dar un nivel aceptable como defensa central en la liga de peñas de su ciudad.

Podría comentar otras cosas aquí, porque el libro es un viaje en forma de diario personal por el mundo interno del personaje y tiene mucha miga, pero hablo de esto porque en todas y cada una de las páginas del relato no me quité esa idea de la cabeza. “¿Pero qué hace este hombre jubilándose?” fue la pregunta eterna. Mentalmente está estropeado,  cierto, es un tipo nostálgico, tristón y apagado por los golpes vitales, pero físicamente está para ser exprimido por el capitalismo quince o veinte años más sin problema. Menciona en alguna ocasión alguna fatiga puntual o una alopecia avanzada , ¿pero a quién no se le ve el cartón en la antesala de los cincuenta?

El protagonista trata muchas otras temáticas, como la relación con sus hijos o su historia amorosa con la nueva becaria de su oficina. Y claro, al llegar a ese punto en el que vemos que se ve con edad para andar enamorándose de jovencitas pero no para seguir cotizando volví al punto de origen y la pregunta me alcanzó de nuevo. “¿Qué hace este hombre jubilándose?”. Es inevitable.

Por supuesto que la historia da para reflexionar mucho más allá de eso, pero yo la acabé y, a pesar de todo lo narrado, la pregunta seguía ahí. “¿Cómo puede jubilarse?”. Y cerré el libro con cierto aire indignado, pero no una indignación de inspector de la Seguridad Social sediento de comisiones, sino con una indignación algo envidiosa. Porque yo también quiero poder jubilarme en un momento en el que mi mayor problema físico sea estar como una bombilla. Y no necesariamente a los 50, antes también me vale.

Por lo demás, Benedetti escribía maravillosamente.

John Steinbeck - La Perla



Siempre estoy dispuesto a leer a Steinbeck. Tiene una forma de escribir directa, dinámica y por lo general sus novelas son bastante cortas, con lo que puedes leerte toda su bibliografía en un puñado de tardes. Nunca decepciona, siempre hace pensar y normalmente acaba sus historias dándole al lector un golpe final inesperado. O al menos es inesperado las primeras dos veces, a la quinta novela ya llegas a las últimas páginas expectante por ver el giro de guión.

Esta novela corta tiene todos esos ingredientes típicos del autor, aunque también es la más canónica de todas las que leí de él. Está inspirada en una leyenda popular de la ciudad mexicana de La Paz, y como tal tiene muchos de los ingredientes de las leyendas populares, como un puñado de moralejas que van desde las más evidentes hasta las más sutiles, y en Steinbeck lo sutil es siempre lo que golpea con más fuerza.

La moraleja que está a la vista de todos en esta narración sobre un hombre extremadamente pobre que encuentra una perla gigante con la que planea eliminar las miserias de su familia es la siguiente: “Poca broma con la avaricia y el vender la piel del oso antes de cazarlo, que el mundo te quita la tontería rápidamente”. Pero no creo que eso sea realmente lo que quería contar el autor. Esa enseñanza es absurdamente típica y tópica, ya en el paleolítico los padres se lo decían a los hijos cuando veían que pintaban más bisontes de los que les correspondían en las paredes de casa. Y Steinbeck no era precisamente escritor de tópicos.

Creo que el mensaje real no tiene que ver con la avaricia de nadie, sino con la imposibilidad de escapar del destino marcado. El protagonista encuentra una perla con capacidad para hacerle rico, pero es pobre y todos los mecanismos de la sociedad se ponen en marcha de inmediato para dejarlo “donde le corresponde”. Incluso la idea de que la perla está maldita es una idea recurrente entre los familiares del protagonista como forma de convercerle para renunciar a ella y a sus riquezas. Y es que hablar de maldiciones como explicación a los males es más llevadero que afrontar la idea de que la sociedad nunca te dejará ser nada diferente a aquello que se te asignó al nacer.