Una cosa que no me
acabó de convencer de este libro fue el título. Creo que es engañoso,
porque la felicidad no la vas a conquistar leyendo estas doscientas
páginas, para eso harían falta como mínimo cuatrocientas doce. Si por mí
fuera, lo cambiaría a algo así como ‘No os vais a creer la cantidad de
gilipolleces por las que os rompéis la cabeza, a ver si espabiláis’. No
sé si tiene el mismo gancho comercial, pero es más exacto con respecto
al contenido.
Mi motivación principal a la hora de leer esto fue
la pura curiosidad sociológica. Quería saber si en 1930, cuando se
publicó, las amarguras de la gente eran similares a las actuales. Ahora
me queda claro que esencialmente sí, hay algún capítulo que parece
explicar los motivos del ambiente cargado que se respira en Twitter y
algún otro en el que parece referirse a la cantidad de estímulos
sencillos e inmediatos que recibe la juventud contemporánea y que la
hacen intolerante al aburrimiento. Si mientras lees algún fragmento te
dicen que el autor lo escribió mientras en la radio sonaba Café Quijano y
a lo lejos se escuchaba como suave murmullo a Matías Prats informando
sobre la guerra de Ucrania sería difícil no creérselo.
Rusell era
un filósofo de los que se dirigían al lector como si fuese su alumno
preferido. En este ensayo sobre las causas de la infelicidad y la
felicidad humanas te invita a sentarte junto a la mesa de su despacho,
se recuesta hacia atrás en su asiento y comienza la enumeración de sus
ideas en unos términos directos y sencillos. Te hace sentir parte de su
grupo selecto de gente capaz de entender por qué el mundo es como es y
quizás no lo seas, pero a él le da igual.
Acabaré diciendo que
creo que sus razonamientos pueden llegar a resultar útiles para quien
busque la metafísica de lo que perjudica y lo que beneficia a su
bienestar interno. No está de más leer un poco de filosofía de la
felicidad escrita antes de que el género se convirtiera, de forma
drástica, en un nicho de mercado para timadores que desayunan cada día
en tazas con mensajes pastelosos y que inventaron el término ‘autoayuda’
como forma de decir “ayúdate tú, que yo estoy ocupado contando tus
billetes”.
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