Hay pocas sensaciones
comparables a la de reencontrarse con una canción que hacía tiempo que
no escuchabas pero que asocias perfectamente a épocas pasadas. Es una
sensación extraña, porque a pesar de ser un estímulo auditivo va mucho
más allá. En ese momento no estamos escuchando música, sino escuchando
un recuerdo, un trozo de vida que será concreto o abstracto según cómo
se hubieran acomodado sus notas en nuestra memoria.
Esa relación
entre la música y nosotros es prácticamente una simbiosis. A nosotros
nos enlaza a relatos vividos y a ella la ayuda a persistir. Porque las
canciones, si se desligan de la vida, tienen fecha de caducidad y llega
un punto en el que musicalmente no son capaces de transmitir lo que
transmitían al principio. Incluso la mejor canción jamás compuesta
pierde su magia sonora de alguna forma en un momento dado si no se le
dota de otras cosas, el cerebro se acostumbra a lo que te hacía
disfrutarla y crea una coraza que hace que ya no sea lo mismo, que ya no
tengas el impulso de escucharla cada día como hasta entonces.
Por
algún mecanismo sorprendente y en su afán por sobrevivir, una canción
puede ser capaz de rebelarse ante su efimeridad musical y entrelazarse
con la memoria si le damos la oportunidad. Es así como perduran, su
manera de sobrevivir al paso del tiempo y seguir transmitiendo y siendo
relevantes incluso cuando llevaban años sin salir de ese MP3 que guardas
en un cajón desde 2008, todavía lleno de canciones de Evanescence y
Avril Lavigne.
Esa cualidad hace que la música pueda ejercer la
función de diario personal y es por ello por lo que hay que procurar que
nos acompañe en la vida todo lo posible, pues con ella recordamos todo
evento en el que estuvo con nosotros con una nitidez que la palabra no
puede conseguir. Nunca escribí un diario porque siempre recordé mis días
en base a lo que sonó en ellos. Con eso no puedes acudir a la página de
una fecha concreta a ver a qué la dedicaste, pero sí puedes escuchar
unos acordes y ser llevado a un lugar al que nada más puede llevarte.
Recuerda un momento, uno agradable. Ahí estaba sonando algo. Escucha ese
algo, cierra los ojos y el simple recuerdo ya no será simple.
Suelo evitar escribir
en verano. También suelo reducir la lectura, creo que por razones
similares. El verano me parece una época para mirar hacia delante o
hacia los lados y en la que recopilar todo lo que se necesite, desde
cosechas hasta vivencias. La temporada alta de recolección que nos
permitirá pasar un mejor final de año.
El verano lo veo así, y es
con la llegada del invierno cuando me gusta empezar a mirar hacia atrás
y coger un papel y un bolígrafo, que en estos tiempos se convierten más
bien en una pantalla y un teclado, y ver lo que sale. En invierno todo,
incluso los ánimos, está limitado por la lluvia y el frío. Pero las
palabras tienen libertad total, y por eso en invierno escribo y leo
bastante. Porque en Galicia llueve bastante.
Curiosamente, porque
las costumbres nunca son absolutas, la primera vez que escribí algo era
verano. Me acuerdo de ese momento porque no soy de esa gente que empezó
a escribir desde su remota infancia, cual niño prodigio. Yo hasta hace
relativamente poco no sabía juntar dos palabras, si hablamos en términos
narrativos. Empecé a escribir cosas un verano, pero desde ese momento
me los prohibí sin prohibírmelos, porque el invierno es largo y necesita
de julios y agostos que permitan echar la vista atrás con suficiente
contenido aprovechable.
Todavía es verano, pero hoy llovió. Hoy llovió bastante.
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