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Rubén Pedreira | Autor de Zona de habitabilidad

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Si en el ficticio pueblo que sirve de escenario a Amanece que no es poco era auténtica devoción lo que había por Faulkner, en el pueblo de las reseñas de Internet existe también auténtica devoción por Zweig. Raro es el día en el que no se publican un mínimo de 563 valoraciones de sus obras, y en ese contexto me erigía como enemigo público número uno de este lugar al no haber leído nunca nada suyo.

A partir de ahora ya no soy enemigo de nadie, con esta Novela de ajedrez conocí unos parámetros mínimos del autor para poder irme de entendido de su obra en las juntanzas. Puedo entender que guste tanto, pues tiene una forma muy propia de contar cosas dando un dinamismo meritorio dentro de una trama cargada de introspección y con un nivel de acción tan escaso.

Esta novela solo necesita para existir un barco y un puñado de partidas de ajedrez. El narrador se entera por casualidad de que el campeón del mundo de ajedrez se encuentra a bordo del crucero en el que acaba de embarcarse y eso le hace obsesionarse con conseguir una conversación con él en algún momento del trayecto. Su objetivo es comprender la personalidad de este hombre, pues es de dominio público que a pesar de ser un genio del tablero es un completo iletrado en todo lo demás y eso le parece inexplicable.

Traza un plan maestro para llamar su atención y se convierte en la versión añeja de esa gente que va todos los días a la ciudad deportiva del Barça a intentar pedir fotos a jugadores. El plan consiste en algo tan simple como ponerse a jugar al ajedrez en público buscando llamar la atención del maestro, pero sus partidas no logran la atención del campeón debido a su pobre nivel. Sí cautivan, eso sí, a un fantoche ricachón al que contagia su obsesión por conocer al ajedrecista. El nuevo adepto a la causa, con una personalidad arrogante que no le permite aceptar un no por respuesta, consigue convencer al campeón para que juegue con ellos a cambio de una buena suma de dinero. Esta primera partida, por supuesto, acaba en humillación. Pero en la revancha surge la ayuda de un misterioso caballero que lo equilibra todo y plantea una incógnita: ¿De dónde salió ese genio desconocido y por qué no quiere enfrentarse a solas con el campeón?
 
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Cargado de reflexiones sobre la vida y sobre el arte, este libro nos pone en la piel de Phillip Carey, un joven de la clase media inglesa de finales del XIX que nació con un pie contrahecho. Esa condición marcará su vida tanto en lo social como en lo psicológico.

La historia sigue el desarrollo de este personaje a partir de su más tierna infancia. Phillip es criado sin demasiado cariño por unos tíos que son su única familia y llega a su vida adulta con una variedad de disfuncionalidades afectivas más propias de un millennial que de una persona de su tiempo. El libro explora lo que supone para el desarrollo personal de un individuo el hecho de crecer sintiendo escasa cercanía por parte del entorno familiar, así como el peso que la soledad que eso provoca puede tener para que detalles como el complejo físico que sufre se magnifiquen más todavía. Phillip desarrolla así una personalidad compleja y abocada al fracaso social. No es que se convierta en un misántropo ni en un inútil para el trato con los demás, pero durante toda la novela se pueden ver perfectamente rasgos que dejan claro que el hombre no está bien de lo suyo.

Es un libro interesante por lo mucho que profundiza en la esencia humana, pero también se hace incómodo de leer porque el protagonista llega a caer mal a ratos aun entendiendo sus condicionantes. Son más de 600 páginas de libro que lees alternando entre pensamientos como: “¿puede dejar de quejarse de todo?”, “¿pero qué hace el pagafantas supremo este?”, “¿será capaz de hacer esa gilipollez que solo puede traerle incontables sufrimientos?” y todas las variantes de los mismos. Se sufre bastante, porque es un impulso lógico el de incomodarse cuando se ve a gente haciéndolo todo mal y este pobre hombre no levanta cabeza. Da tumbos al decidir su futuro, se junta con quien no debe y además tiene una inquietante tendencia a ver el lado malo de todo y todos.

De todas formas, es una lectura muy recomendable por lo bien que explora los temas que trata, con un enfoque accesible, y por la evolución tan natural del personaje. Por supuesto, llega un momento en el que se hace menos repelente y menos tendente al despropósito en sus decisiones, pero sin alardes.
 
 
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Creo que transmitir una buena cultura musical a tus hijos no tiene nada que ver con hacer que rajen del reguetón, como si fuera delictivo, ni con conseguir que escuchen rock progresivo con ochenta y cuatro instrumentos sobre el escenario y canciones eternas sobre la fugacidad de la vida. Pienso que la cosa va más bien de estimularlos a que quieran experimentar con todos los sonidos al alcance de su mano y quedarse con los que les generen lo que necesitan.

La música tiene una componente social y otra individual. Fortalecer la componente individual sin que por ello nadie se crea que es un sacrilegio que se le mueva sola la cadera cuando sale el nuevo tema de Bad Bunny es la clave para una dieta musical sana, porque la música comercial también es necesaria para disfrutarla en su ámbito. Puede verse como un kebab, nunca puede ser la base de tu alimentación pero de vez en cuando aporta mucha felicidad a la vida engullir uno a las cinco de la mañana, con los amigos y engrasándote la camisa, tras una noche de alta exigencia física en los pubs más selectos de la ciudad.

Lo que sí veo como una negligencia es renunciar a buscar otro tipo de sonidos para los momentos que nos pertenecen solo a nosotros. Y esa búsqueda tiene un componente casi exclusivo de experimentación propia, de no quedarte con lo que sale de la radio ni con lo que sale de la boca de tu entorno lleno de individuos que, por muy buena gente que sean, no son tú.

La vida tiene muchos momentos, y en cada uno vas a necesitar cosas muy particulares y muy tuyas, por lo que tener una compañía musical acorde a ellas va a depender de lo que se trabaje esa individualidad. La clave para la independencia musical está en encontrar el equilibrio entre esa música que escucha tu entorno y la música que es solo tuya. Pensar que tus hijos escuchan buena música porque escuchan lo que te gusta a ti tiene tanta lógica como pensar que son guapos porque se parecen a ti. Si tuvieran libertad para deshacer el estropicio que heredaron de tus genes seguro que elegirían parecerse más a Henry Cavill o Margot Robbie, así que dales al menos la capacidad para ser libres en lo que tiene remedio.

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El problema de los tres cuerpos es una de esas novelas que se suelen describir como ‘ciencia ficción dura’. El autor se recrea bastante en cosas técnicas y llega a haber momentos, sobre todo al final, en los que la ida de olla es curiosa. Ya la había leído, pero en la anterior ocasión el segundo libro de la trilogía se me hizo bola y me apeteció darle otra oportunidad a la saga.

Esta primera parte es una introducción a la interesante idea de base de la trama. El típico protagonista inocentón, en este caso un investigador chino de la rama de los nanomateriales, se ve envuelto en un follón terrible en el que se siente desubicado. Hasta aquí, el resumen del 83,4% de las novelas de ciencia ficción creadas a lo largo de la historia humana. El follón que tenemos en este caso se basa en que los gobiernos mundiales se preparan para una guerra de la que los ciudadanos comunes no tienen ni idea mientras los científicos del mundo se están suicidando en masa.

A nuestro protagonista, Wang, lo lían las fuerzas del orden para intentar infiltrarse en una especie de secta científica llamada Fronteras de la ciencia, pues hay claras sospechas de que tienen algo que ver con todo ese tema de los suicidios. Mientras está buscando pistas, se encuentra con la existencia de un videojuego extraño, llamado Tres Cuerpos, que hay que jugar poniéndose un traje de realidad virtual. Y el tío lo prueba y se vuelve adicto.

El juego trata de una civilización que vive en un planeta cuyo sistema estelar tiene tres soles. Están muy preocupados, porque todo el mundo sabe que el movimiento de tres cuerpos unidos por atracción gravitatoria no tiene una solución cerrada. Esa cuestión en la Tierra no tiene especial inconveniente más allá del de obsesionar a los físicos del siglo XVIII, pero allí es un problema importante porque no pueden predecir el movimiento de sus soles y cada poco tiempo les montan un estropicio planetario apocalíptico. Esas pobres gentes están cansadas de extinguirse cíclicamente por culpa de una estrella apareciendo donde no debería de manera imprevisible.

Lo que no sospecha Wang mientras juega es que esa civilización existe, y que el juego no es un divertimento inocente.

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Antes de escribir Alta fidelidad, novela que años más tarde sería adaptada por Hollywood con un confuso John Cusack en el papel protagonista, Nick Horby llevó al papel los recuerdos de toda su vida como aficionado al fútbol en Fiebre en las gradas. Esos recuerdos van desde 1968 a 1992 y giran alrededor del Arsenal, equipo del que es aficionado.

El Arsenal de esta historia no era el equipo que fue más tarde, tras la llegada de Arsène Wenger un lustro después de la publicación del libro. En los años 70 y 80 el equipo londinense perpetraba actuaciones decepcionantes una detrás de otra. El autor se lamenta en repetidas ocasiones de su reputación de ‘equipo con el juego más aburrido de Inglaterra’, reconociendo que es bien merecida. Vivir durante décadas ese contexto de apoyar a un equipo que no cosecha más que decepción tras decepción es complicado y a veces hasta deprimente. Y me gustaría decir que hablo en palabras de Hornby, pero en realidad hablo desde la experiencia que me da una vida como aficionado al Dépor, con ese doctorado en ingeniería del despropósito que convalidan desde hace años a todos los asistentes habituales a la grada de Riazor.

Fiebre en las gradas no es técnicamente un libro de fútbol, aunque evidentemente es su piedra angular, sino un libro en el que autor utiliza su afición como nexo de unión de la memoria y cuenta su vida a través de él. Es una biografía, pero recordada como nos gusta recordar las cosas a quienes guardamos las anécdotas de años pasados asociándolas a lo que hicieron los nuestros sobre el campo. Anécdotas contadas para quienes recordamos el 2020 no como el año de la pandemia, sino como el año en el que nuestro equipo descendió después de marcarse una temporada absurda. También puede gustar a quien crea la barbaridad de que el fútbol son solo 22 personas dando patadas a un balón, pero seguramente lo disfrute menos.

De los libros que conozco, es uno de los que mejor consiguen reflejar ese entrelazamiento entre tu equipo y tu vida y darle la relevancia adecuada. Porque al final, como dijo una vez Arrigo Sacchi en aquella famosa frase, “El fútbol es lo más importante de lo menos importante”.

 

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Como no soy ningún erudito literario no tengo problema en reconocer que pensaba que esto era una película. Pero resulta que, antes de que Hollywood grabara sus versiones cinematográficas de la historia (todas ellas variando la trama original), un señor victoriano había escrito ya unos cientos de páginas contando la aventura de unos ingleses que se encuentran una civilización secreta en una zona casi inaccesible del sur de África.

El libro no solo es un clásico, sino que además es considerado el iniciador de ese género de novela, tan popular a principios del siglo XX, en el que un grupo de expedicionarios salían a la aventura y encontraban civilizaciones o maravillas perdidas en entornos remotos. En libros posteriores se encontraban dinosaurios en el Amazonas, alienígenas aberrantes en la Antártida o naciones escondidas en a saber dónde en las que la democracia funciona. Pero todos los encuentros tienen en común el ser inconcebibles para el lector familiarizado con el mundo real y que los intrépidos protagonistas pasan muchas penurias para hallarlos.

El grupo protagonista de la novela se adentra en lugares aparentemente salvajes e inexplorados para buscar al hermano de uno de ellos, desaparecido mientras buscaba unas legendarias minas en la zona, que habrían albergado las riquezas del rey Salomón. En su búsqueda, se encuentran una civilización, aislada del mundo, que custodia dichas minas y acaban viéndose envueltos en una lucha por el poder de la desconocida nación.

La historia, como producto de su época que es, emana un notable aroma a Brummel en cada página y no pasaría ni un solo control de calidad del departamento de protección de la diversidad de Netflix, aunque es de suponer que en una expedición africana del siglo XIX la corrección política solía ser un extra poco valorado. Como toda obra pionera, el paso del tiempo le hace flacos favores, al ver en ella muchos tópicos mil veces repetidos después por quienes secundaron su género y que hoy tenemos la sensación de haber visto mil veces, pero el libro entretiene. Eso sí, no tengo claro que el Rey Salomon dejase nunca de partir bebés a la mitad en su Israel natal para irse a Zimbabwe a recoger diamantes.

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Reconozco que la geología nunca fue un campo que dominase demasiado. Siempre tuve claro que si jugando al Trivial me preguntan “¿Quién propuso la teoría de la deriva continental?” tengo que decir “Wegener” y que si veo que los edificios empiezan a temblar y a derrumbarse mientras los mares crean olas de cien metros la cosa no va nada bien. Pero más allá de eso y de lo explicable en términos puramente físicos no tengo mucha base.

A pesar de esa deficiencia conceptual que tenía, después de leer este libro puedo ya hacerme pasar por un experto en la cuestión delante de todo aquel que no tenga ni idea del tema. Nahúm, que sí es experto geólogo, explica de manera muy didáctica toda la historia geológica de nuestro planeta remontándose incluso a los tiempos en los que todo esto ni siquiera era un planeta (y no, tampoco era campo). Al terminar las doscientas y pico páginas de esta obra, en tu cabeza están todos los datos relevantes conocidos sobre por qué la Tierra es así y por qué fue de otra manera. Se dedica incluso un capítulo entero a hablar sobre como será, aunque esto me resulta de menor interés ya que a no ser que en algún momento de mi existencia me convierta casualmente en un ente supracognitivo y eterno dudo que esté aquí para comprobarlo.

Un geólogo en apuros es una obra escrita con lenguaje accesible y con explicaciones cercanas que hacen que los conceptos lleguen al lector sin esfuerzo. No da la sensación en ningún momento de que el geólogo que escribe se encuentre en apuros, pues solventa con profesionalidad cada uno de los capítulos que expone, estructurados esencialmente según las eras geológicas que atravesó la Tierra.

Un libro ameno, divulgativo, sencillo de leer a pesar de toda la información que trae y que puedes recomendar tanto a tu primo cuarentón como a tu hija adolescente. Si no tienes una hija adolescente y te llevas mal con tu primo cuarentón tampoco hay problema por regalárselo a tu abuelo, aunque si tu abuelo prefiere dedicar su tiempo a vigilar obras puedes pasar del resto del mundo y leerlo tú. Salvo que seas una inexistente hija adolescente, un primo cuarentón repelente o un abuelo que prefiere vigilar obras.

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