Como no soy
ningún erudito literario no tengo problema en reconocer que pensaba que
esto era una película. Pero resulta que, antes de que Hollywood grabara
sus versiones cinematográficas de la historia (todas ellas variando la
trama original), un señor victoriano había escrito ya unos cientos de
páginas contando la aventura de unos ingleses que se encuentran una
civilización secreta en una zona casi inaccesible del sur de África.
El
libro no solo es un clásico, sino que además es considerado el
iniciador de ese género de novela, tan popular a principios del siglo
XX, en el que un grupo de expedicionarios salían a la aventura y
encontraban civilizaciones o maravillas perdidas en entornos remotos. En
libros posteriores se encontraban dinosaurios en el Amazonas,
alienígenas aberrantes en la Antártida o naciones escondidas en a saber
dónde en las que la democracia funciona. Pero todos los encuentros
tienen en común el ser inconcebibles para el lector familiarizado con el
mundo real y que los intrépidos protagonistas pasan muchas penurias
para hallarlos.
El grupo protagonista de la novela se adentra en
lugares aparentemente salvajes e inexplorados para buscar al hermano de
uno de ellos, desaparecido mientras buscaba unas legendarias minas en la
zona, que habrían albergado las riquezas del rey Salomón. En su
búsqueda, se encuentran una civilización, aislada del mundo, que
custodia dichas minas y acaban viéndose envueltos en una lucha por el
poder de la desconocida nación.
La historia, como producto de su
época que es, emana un notable aroma a Brummel en cada página y no
pasaría ni un solo control de calidad del departamento de protección de
la diversidad de Netflix, aunque es de suponer que en una expedición
africana del siglo XIX la corrección política solía ser un extra poco
valorado. Como toda obra pionera, el paso del tiempo le hace flacos
favores, al ver en ella muchos tópicos mil veces repetidos después por
quienes secundaron su género y que hoy tenemos la sensación de haber
visto mil veces, pero el libro entretiene. Eso sí, no tengo claro que el
Rey Salomon dejase nunca de partir bebés a la mitad en su Israel natal
para irse a Zimbabwe a recoger diamantes.
VALORACIÓN:
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