Saliéndonos del plan
El único momento en el que tenemos el control de un viaje
es durante ese rato que dedicamos a hacer los preparativos. Durante
esos instantes de previsión tenemos claro que llegaremos al aeropuerto a
la hora pensada, aterrizaremos en el destino a la hora prevista y cada
día de nuestra estancia allí tiene su actividad asignada estudiada para
aprovechar óptimamente el tiempo.
Una vez se acaban los
preparativos, el control se pierde por completo. El taxi que te lleva al
aeropuerto se pasa veinte minutos en un atasco, acabas pasando el
control de equipajes sudando por las prisas y el avión llega al destino
media hora más tarde por problemas técnicos antes del despegue. Al final
llegas al hotel sin pensar en nada más que en dormir, mandando a la
mierda tus planeadas pretensiones de tener un primer contacto con el
lugar tomando unas cervezas en un bar del centro de la ciudad. Además,
como la suerte tiene esas cosas, tampoco se descarta que durante tus dos
primeros días de viaje llueva a cántaros a todas horas, haciendo que tu
plan de recorrer la ciudad a pie se convierta en utópico.
Para
vivir sin dramas es bastante útil tener en cuenta que lo planeado es
siempre una sugerencia, y por ello no hay que cogerle mucho apego a ese
guión porque es posible que al final no sirva para mucho. Es más, si
resulta servir de mucho será una mala noticia, porque las grandes
historias no suelen calcar al pie de la letra lo que hay escrito en una
libreta. Las vivencias épicas llegan pinchando una rueda en mitad de un
desierto sin pueblos a 50 km a la redonda o perdiendo el último bus de
la noche y viéndote obligado a vagar por calles desconocidas sin tener
muy claro a dónde estás yendo. Las mejores historias, igual que las
desastrosas, aparecen cuando pasa lo que no debería pasar. Si es que
sobrevives, claro.
En la vida, en general, pasa lo mismo que en
un viaje: alejarse de lo planeado suele darte siempre algo que contar.
Si sales indemne del contratiempo...
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