Haruki Murakami - Tokio blues

 

"Todos nosotros somos seres imperfectos que vivimos en un mundo imperfecto. Y no debemos vivir de una manera tan rígida, midiendo la longitud con una regla y los ángulos con transportador como si la vida fuera un depósito bancario, ¿no crees?"

No es mi libro preferido de este hombre, ese puesto lo dejo para "El fin del mundo..." o "Crónica del pájaro...", pero quizás sí que es su novela más real. Siempre que no tengamos en cuenta esos libros tipo ensayo en los que a Murakami se le da por contar de qué habla cuando habla de correr o de qué habla cuando habla de escribir, claro.

El de Tokio Blues me parece un universo más realista que mágico, en el que lo más extraño que existe es un psiquiátrico en el que los pacientes se tratan a sí mismos. Suena raro, pero a priori no parece una idea peor que la homeopatía y se introduce de una manera que uno llega a creer que podría funcionar.

Quizás es una historia sobre los peligros de la cordura o sobre lo poco recomendable que resulta priorizar las incomodidades del mundo interior sobre el pragmatismo de adaptarse al exterior, pero más que nada es un libro sobre la curiosa manera en la que la gente archiva los recuerdos menos brillantes en un lugar de difícil acceso para recrearse en ellos  solo de manera muy puntual. La historia transmite lo mismo que salir a pasear un día de principios de febrero con sus lloviznas, sus nubes que solo dejan intuir el Sol de vez en cuando y su nostalgia de pensar que en verano la cosa era diferente.

Si Murakami es un candidato eternamente frustrado para el Nobel es porque seguramente le falta algo. No escribe, ni de cerca, utilizando las palabras y las figuras tan bien como García Márquez. No tiene la capacidad de dejar reflexiones certeras en cada página que sí tenía Sartre. Pero hay una cosa que se le da como a nadie: Crear un ambiente de extrañeza particular en el que lo único razonable es seguir leyendo, incluso en las historias en las que nada parece tener nunca más sentido que el que cada uno quiera intuir.

Rubén Pedreira

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