Empieza
a hacer algo de frío y la gente ya fue abandonando poco a poco el
lugar. Las gaviotas comienzan a hacer suyo ese espacio, que hasta hace
un rato pertenecía exclusivamente a las personas, buscando restos de la
actividad humana. Esos desperdicios muertos son más fáciles de cazar que
los peces vivos, que cada vez escasean más en la costa.
Cuando
estás en la calle ese sonido poco armónico que hacen te resulta molesto y
hasta te hace temer que dejen caer un desagradable regalo desde arriba
cuando las ves volar sobre ti, pero cuando empieza a atardecer en la
playa todo es distinto. Cuando esos pájaros, casi siempre desagradables,
comienzan a colonizar la arena se convierten más bien en un signo de
que una agradable tarde de julio acaba de ser disfrutada.
Te
sientas en la toalla una última vez, ya con la sudadera puesta, y miras a
la orilla para observar el espectáculo aviar. Ves alguna que otra pelea
por un trozo de cucurucho que acaba dejando algunas plumas fuera de
sitio. El agua refleja un Sol que ya es más rojo que amarillo, y lo
único que queda a tu alrededor es arena y algún grupo de gente alargando
la tarde todo lo posible, quizás trabajan mañana y se resisten a que
acabe el día.
Alguien propone a tu espalda la idea de ir a
alguna terraza cercana y la contemplación del panorama deja paso a la
convicción de que tomar una cerveza es el plan adecuado para ese
momento. Diciembre traerá otras cosas, pero ojalá julio tarde en
marcharse.
Cuando empieza a atardecer
Rubén Pedreira
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