Madrugar en tiempos de redes

 

Madrugar se hace más cuesta arriba desde que existen redes sociales. No hablo desde un punto de vista físico, sino conceptual. Porque madrugar siempre fue algo feo, una faena evidente ante cuyo sufrimiento tenías derecho a tener tus ojeras y tus pocas ganas de aguantar gilipolleces. Pero si te tomas en serio las redes puedes verte tentado a sentirte incómodo disfrutando de ese derecho humano a tu ira matinal, creyendo que quien se despierta a las 7 de la mañana sin ganas de comerse el día segundo a segundo y planteándose dimitir en su cargo es un parguela.

Por suerte esa obligación moral no cala, en la práctica, más allá de las fotos y los textos de quien madruga sólo para subirlos y después se vuelve a la cama. En la vida real las cosas son como deben ser, con su golpe de rabia al despertador cuando suena a horas en las que mejor podría estarse callado, con el poco interés de casi nadie mentalmente estable por ser productivo desde el primer minuto del día y con la libertad plena de decirle a Manolo, el del bar de debajo de tu casa, un "¿pero esto qué mierda es?" cuando de repente un día aparece dibujado en tu primer café de la mañana un corazón totalmente inútil que repercute en cinco céntimos de más en la cuenta habitual. 

Esos cinco céntimos los pagas sin rechistar, claro, porque al fin y al cabo Manolo lleva años poniéndote tapa con la cerveza y haciéndote una tortilla rápida a las tantas de la noche cuando le preguntas si tiene aún la cocina abierta sabiendo que no la tiene. Pero, aún pagándolos, no quieres dejar de mostrar tu disconformidad y tu preferencia por el café insulso de siempre mientras te despides de tu barman de confianza y ves, por el rabillo del ojo, cómo unas clientas que nunca habías visto allí, en ese bar de gente añeja y paredes amarilleadas por los Ducados pre ley antitabaco, sacan fotos a su café con leche mientras Manolo comenta la jugada con los parroquianos de la barra.

Rubén Pedreira

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