Esa condición de verso
libre la pongo como virtud porque está bien llevada a cabo. Es una
apuesta arriesgada, porque escapar de lo convencional puede llevar a
generar una imagen caricaturesca de lo escrito, pero eso no es algo que
ocurra con Panza de burro. En este libro la manera de narrar forma parte
de la voz de la protagonista, se acopla a su personalidad como si su
historia necesitara contarse así.
La novela es capaz de trasladar al lector a esa memoria interna de las vivencias de una niña de un pequeño pueblo canario y de su mejor amiga, memorias llenas de ese lenguaje espontáneamente incorrecto de una época concreta de la infancia en la que se abusa de lo malsonante por pura sonoridad; por el simple hecho de que genera en los mayores una reacción que evita la indiferencia.
Es un libro plagado de expresividad canaria, y que podría ser perfectamente la transcripción de una narración oral durante una tarde de bar, una tarde en la que la protagonista recuerda aquel verano de su infancia que no tiene más remedio que recordar. Quizás la historia no sea novedosa, si nos ceñimos a los hechos, pero lo que sí lo es es el hecho de no callarse absolutamente nada. Desde los sentimientos más incorrectos que pueden pasarse por la cabeza de una preadolescente hasta el sincero fastidio por el final de Pasión de Gavilanes en aquel contexto de inicios del milenio.
Las historias están bien contadas cuando te meten en ellas, y durante estas 170 páginas eres capaz de imaginar perfectamente a esas dos niñas improvisando por las calles de su pueblo mientras se oye a Don Omar o a Romeo Santos en los altavoces de BMWs tuneados. Y también imaginas a las gentes de ese pueblo gesticular mientras sueltan sus “fos”, sus “chos” y sus “misniños”, expresiones que te hacen saber al momento en qué punto exacto del planeta estás.
La novela es capaz de trasladar al lector a esa memoria interna de las vivencias de una niña de un pequeño pueblo canario y de su mejor amiga, memorias llenas de ese lenguaje espontáneamente incorrecto de una época concreta de la infancia en la que se abusa de lo malsonante por pura sonoridad; por el simple hecho de que genera en los mayores una reacción que evita la indiferencia.
Es un libro plagado de expresividad canaria, y que podría ser perfectamente la transcripción de una narración oral durante una tarde de bar, una tarde en la que la protagonista recuerda aquel verano de su infancia que no tiene más remedio que recordar. Quizás la historia no sea novedosa, si nos ceñimos a los hechos, pero lo que sí lo es es el hecho de no callarse absolutamente nada. Desde los sentimientos más incorrectos que pueden pasarse por la cabeza de una preadolescente hasta el sincero fastidio por el final de Pasión de Gavilanes en aquel contexto de inicios del milenio.
Las historias están bien contadas cuando te meten en ellas, y durante estas 170 páginas eres capaz de imaginar perfectamente a esas dos niñas improvisando por las calles de su pueblo mientras se oye a Don Omar o a Romeo Santos en los altavoces de BMWs tuneados. Y también imaginas a las gentes de ese pueblo gesticular mientras sueltan sus “fos”, sus “chos” y sus “misniños”, expresiones que te hacen saber al momento en qué punto exacto del planeta estás.
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