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Rubén Pedreira | Autor de Zona de habitabilidad

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Me habría gustado cruzarme con esta historia bastante antes de lo que lo hice. Creo que un problema con el que algunos nos encontramos durante los últimos tramos de la adolescencia es el de que siempre tuvimos claras cuales eran las lecturas obligatorias para aprobar en ese momento pero, en cambio, carecimos de orientación sólida sobre  las lecturas recomendadas para vivir en ese momento. Al menos en mi caso siempre leí un poco por impulsos improvisados, tanto antes como ahora. Conocía la importancia de la contribución de Lope de Vega al teatro del Siglo de Oro, pero no tenía clara la contribución que podían hacer autores como Delibes al yo del siglo XXI.

Después de leerla, pienso que esta es una obra muy recomendable para dejar sobre la mesilla de noche de cualquier alumno de bachillerato que tenga cierto aprecio por la lectura y que no esté muy convencido sobre la ruta vital que le espera, porque hay historias que ayudan especialmente si se leen en el momento adecuado y esa etapa es ideal para conocer la de Daniel el Mochuelo. La  ayuda que ofrece una simple novela no cambiará el mundo, no hará que la realidad deje de ser como es, pero sí ofrecerá algo que también es importante: Compañía.

El camino es un relato sobre muchas cosas. Sobre la naturaleza, sobre la lacra del puritanismo como arma arrojadiza, sobre la amistad... Pero por encima de todo se rebela contra la idea de los caminos marcados. Porque Daniel no quiere ir a la ciudad a estudiar y medrar, quiere quedarse en su pueblo a vivir la vida que siente como suya en lugar de la que los demás creen que es la mejor para él. No pretendo engañar a nadie, porque no vivimos tiempos (si es que alguna vez existieron tiempos de otro tipo) en los que la gente se pueda permitir recomendar a sus confusos hijos adolescentes seguir su propio camino y quedarse tranquilos. No obstante, mientras la incómoda realidad los va arrastrando firmemente hacia el vacío, está bien que sientan que hubo otros antes que se sintieron de la misma manera mientras intentan no perder la esperanza de que algún día sirva de algo renunciar a lo que uno es a cambio de conseguir cierta comodidad en un mundo que es de otros.
 

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El tema del dormir siempre me generó bastante interés. Dormir como actividad cotidiana no me gusta demasiado porque te priva de hacer cosas pero, al ser un fenómeno que no aparenta lógica alguna, tiene su aquel intentar entenderlo. ¿Cómo es posible que la evolución, un proceso con millones de años de refinamiento, llevara a sus productos a necesitar algo tan aparentemente absurdo como la obligación de quedarse inconscientes durante unas cuantas horas al día? Algo tiene que haber ahí escondido para que compense, y por ello cuando me crucé con esta obra de divulgación me llamó la atención.

Leer este libro me aclaró esa lógica por la que dormir es necesario. Matthew Walker, neurocientífico inglés especializado en sueño, explica aquí todo lo que dormir hace por nosotros, cómo funciona y cómo nos hacemos más idiotas, irracionales y globalmente defectuosos cuando no dormimos bien. Quizás podamos vivir de forma feliz siendo idiotas, irracionales y defectuosos, pero también hay un traumático capítulo explicando que la falta de sueño nos hace también más feos, y eso sí que resulta inadmisible.

La obra es sorprendentemente didáctica y te hace valorar más el tiempo invertido en el sueño. Pero también te hace indignarte, porque te reafirma en algo que ya sospechabas: Que el mundo industrializado te está matando y desmejorando obligándote a madrugar y a alterar tus ritmos para ser productivo, sobre todo si eres de los de reloj biológico nocturno. Los repelentes que madrugan y dicen que empezar a funcionar a las cinco de la mañana es lo mejor que hay se hicieron con el control de los horarios mundiales y nos están destrozando a los demás.

Al terminar esto querrás dormir tus ocho horas diarias, aceptarás las siestas como algo bonito, sabrás que tu hijo adolescente no es vago, simplemente está genéticamente hecho para necesitar dormir cuando lo hace y que sus horarios lectivos estimulan la aparición de enfermedades mentales graves en su adultez. Querrás abolir el horario matinal temprano y los turnos de noche. Y tendrás la sensación de que el autor está quizás un poco obsesionado con el sueño, pero la información que da y la manera en la que la da son una maravilla.

 

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Esta novela se ambienta en la Hungría de los años 40 pero bien podría ambientarse en el lejano oeste, y no es porque esté plagada de sombreros de ala ancha, espuelas y plantas rodadoras apareciendo por cada esquina del desolado pueblo en el que está a punto de atracarse un banco o matarse a un sheriff. El libro no va de eso, y de hecho apenas hay acción en lo que se narra, pero sí existe en todo momento ese mismo ambiente que aparece en los instantes en los que dos pistoleros a punto de batirse en duelo estiran los dedos de sus manos junto a sus cinturas, a la espera del momento de echar mano al revolver y balear al rival

En este relato nadie dispara, pero la tensión es la misma. Dos antiguos amigos íntimos se encuentran después de cuarenta y pico años sin verse. Ambos están viejos y decrépitos, y hasta los momentos finales acompaña a la historia el misterioso fantasma de una imperdonable y desconocida traición pasada que acabó con la huída de uno de ellos después de décadas de amistad. El que se quedó, vivió una vida solitaria y recluida a la espera de ese reencuentro en el que poder sonsacarle al otro la verdad detrás de su acto. Su antiguo amigo pasó su vida en un remoto país extranjero, quizás con el remordimiento de aquella traición terrible.

Cuando el traicionero amigo vuelve al encuentro del traicionado, este lo recibe en su palacete de toda la vida. Empieza así una tensa conversación sobre el pasado que el anfitrión ve más bien como una venganza y que tiene esos tintes de duelo frente a un saloon de Alabama. El anfitrión habla, reflexiona y cuenta. Se nota que estuvo muy solo durante décadas, no se calla. El visitante lo mira en silencio, a lo Clint Eastwood. El anfitrión intenta mostrar condescendencia y orgullo, pero algo de resquemor aún hay. A veces, para calibrar el calado de su mensaje, calla y bebe lentamente, y más que Eastwood parece Jesús Quintero. El encuentro se dilata toda la noche, una noche en la que el anfitrión se queda a gusto soltando todo lo que tenía dentro. Una noche de 190 páginas en la que el lector también se queda con una agradable sensación tras leer sobre la metafísica de la amistad, el honor, la traición y la vida.

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He de reconocer que suelo huir de casi cualquier novela de ficción ambientada alrededor de momentos de la historia tan manoseados como el nazismo, la Guerra Civil y alguno que otro más. Son tiempos que hay que conocer bien, pero estamos tan rodeados de obras sobre ellos que no puedo evitar sentir una pereza muy pronunciada cada vez que veo el enésimo libro o película que da “una nueva visión sobre la época más oscura de la civilización contemporánea”.

Existen algunas excepciones, por supuesto. Hay historias capaces de llamar mi atención a pesar de saber que esperan en ellas unas cuantas páginas contando sucesos y contextos superficiales que ya leíste en multitud de otras ocasiones. En busca de Klingsor es una de ellas, no sé si por apelar a mi sentido gremial al tratarse de una novela protagonizada por físicos o a mi sentido antigremial al tratarse de una novela que trata sobre el intento de desenmascarar a un científico maligno, porque no hay nada que más guste a un científico que desenmascarar a otros científicos. Que ningún físico os engañe diciendo que con su trabajo busca mejorar la sociedad, el sueño real es siempre refutar a Einstein y pronunciar después un satisfactorio “ya os lo decía yo”.

Jorge Volpi cuenta aquí la búsqueda, tras la II Guerra Mundial, del enigmático Klingsor. Este es el nombre clave de un importante y ficticio asesor científico de Hitler, responsable del desarrollo de la bomba atómica alemana y de infinidad de decisiones que se podrían calificar, como mínimo, de reprochables. Para encontrar a semejante impresentable y permitir que sea juzgado se designa a Francis P. Bacon, un teniente estadounidense familiarizado con el contexto científico de la época, que va en busca de pistas por el mundo adelante e incluso llega a conversar con varios de los más famosos científicos de aquellos años. Durante la historia van apareciendo charlas con personajes de relevancia histórica como Schrödinger o Heisenberg, dándoles una personalidad y haciendo que participen en la narración. A mí eso de meter a gente de verdad en las novelas siempre me gustó. Y la novela, quizás más por su capacidad para atrapar que por tener otras virtudes, también.
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Este libro tiene una virtud que se puede ver con solo pasar un par de páginas: Su narrativa es diferente. Su estilo es diferente. Su forma de contar las cosas es diferente. Esquiva el canon habitual, se olvida de la manera en la que se suelen contar las novelas convencionales y las cuenta a su manera, tanto en fondo como en forma.

Esa condición de verso libre la pongo como virtud porque está bien llevada a cabo. Es una apuesta arriesgada, porque escapar de lo convencional puede llevar a generar una imagen caricaturesca de lo escrito, pero eso no es algo que ocurra con Panza de burro. En este libro la manera de narrar forma parte de la voz de la protagonista, se acopla a su personalidad como si su historia necesitara contarse así.

La novela es capaz de trasladar al lector a esa memoria interna de las vivencias de una niña de un pequeño pueblo canario y de su mejor amiga, memorias llenas de ese lenguaje espontáneamente incorrecto de una época concreta de la infancia en la que se abusa de lo malsonante por pura sonoridad; por el simple hecho de que genera en los mayores una reacción que evita la indiferencia.

Es un libro plagado de expresividad canaria, y que podría ser perfectamente la transcripción de una narración oral durante una tarde de bar, una tarde en la que la protagonista recuerda aquel verano de su infancia que no tiene más remedio que recordar. Quizás la historia no sea novedosa, si nos ceñimos a los hechos, pero lo que sí lo es es el hecho de no callarse absolutamente nada. Desde los sentimientos más incorrectos que pueden pasarse por la cabeza de una preadolescente hasta el sincero fastidio por el final de Pasión de Gavilanes en aquel contexto de inicios del milenio.

Las historias están bien contadas cuando te meten en ellas, y durante estas 170 páginas eres capaz de imaginar perfectamente a esas dos niñas improvisando por las calles de su pueblo mientras se oye a Don Omar o a Romeo Santos en los altavoces de BMWs tuneados. Y también imaginas a las gentes de ese pueblo gesticular mientras sueltan sus “fos”, sus “chos” y sus “misniños”, expresiones que te hacen saber al momento en qué punto exacto del planeta estás.
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