John Steinbeck - Al este del Edén

 


Siempre se habla de este libro con las mismas palabras. “Una reinterpretación de la historia de Caín y Abel”. Leas donde leas una referencia a él, siempre estará la mención a ese mito. Y es cierto que las referencias son claras, en la propia novela se menciona la historia de los hermanos bíblicos, el título es una referencia a la tierra a la que fue desterrado Caín e incluso el padre de los hermanos se llama Adam. “¿Qué más quieres para que la gente pueda decir a gusto que esto es una reinterpretación de esa historia?”, pensará alguno. Pues no quiero nada, es solo que creo que lo relevante es todo lo demás.

Esta novela es sorprendente en muchos sentidos, y ya que estamos hablando de esas cosas podría decirse que es una Biblia contemporánea. Porque sus tramas son parábolas y generan la sensación de estar conociendo una sabiduría antigua. Sorprende sobre todo por su capacidad para dar verosimilitud a la naturaleza humana, pero también por desafiarla de manera inesperada. Y es que una de las cosas más increíbles de este libro es aparentemente trivial, pero significativa. En Al este del Edén ocurre una cosa que no pasa nunca, y es que el escritor se mantiene en un discreto segundo plano pudiendo no hacerlo.

Esta novela tiene ciertas pautas de realidad, sale el lugar en el que Steinbeck creció y algunos de los personajes son miembros de su familia. Aparecen sus abuelos, sus padres e incluso él mismo. Pero, por algún motivo, en un arrebato incomprensible, fue capaz de limitarse a ser alguien que simplemente merodeaba por los alrededores de los escenarios. Creo que es la primera y única vez en la historia que un escritor se metió a sí mismo dentro de una de sus novelas dejando el ego a un lado para simplemente darse un rol tan importante en su trama como el que podría tener un extra de Física o Química. John Steinbeck, hijo de Olive Hamilton, simplemente se menciona porque su abuelo Samuel Hamilton es uno de los protagonistas. Y su voz es la del narrador, pero no tiene protagonismo ni para dar los buenos días. No quiso competir con sus personajes ni contar que él era más gracioso que nadie, solo sintió una tranquila indiferencia hacia sí mismo. Un genio.

Rubén Pedreira

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