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Rubén Pedreira | Autor de Zona de habitabilidad

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Wat Samphran (fuente)


También llamado templo del dragón, es un templo budista en una pequeña localidad a unos 40 km de Bangkok. El dragón que lo abraza tiene en su interior una escalera de caracol que sirve para escalar los 17 pisos de este coloso cilíndrico con una historia oscura a sus espaldas.
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Siempre se habla de este libro con las mismas palabras. “Una reinterpretación de la historia de Caín y Abel”. Leas donde leas una referencia a él, siempre estará la mención a ese mito. Y es cierto que las referencias son claras, en la propia novela se menciona la historia de los hermanos bíblicos, el título es una referencia a la tierra a la que fue desterrado Caín e incluso el padre de los hermanos se llama Adam. “¿Qué más quieres para que la gente pueda decir a gusto que esto es una reinterpretación de esa historia?”, pensará alguno. Pues no quiero nada, es solo que creo que lo relevante es todo lo demás.

Esta novela es sorprendente en muchos sentidos, y ya que estamos hablando de esas cosas podría decirse que es una Biblia contemporánea. Porque sus tramas son parábolas y generan la sensación de estar conociendo una sabiduría antigua. Sorprende sobre todo por su capacidad para dar verosimilitud a la naturaleza humana, pero también por desafiarla de manera inesperada. Y es que una de las cosas más increíbles de este libro es aparentemente trivial, pero significativa. En Al este del Edén ocurre una cosa que no pasa nunca, y es que el escritor se mantiene en un discreto segundo plano pudiendo no hacerlo.

Esta novela tiene ciertas pautas de realidad, sale el lugar en el que Steinbeck creció y algunos de los personajes son miembros de su familia. Aparecen sus abuelos, sus padres e incluso él mismo. Pero, por algún motivo, en un arrebato incomprensible, fue capaz de limitarse a ser alguien que simplemente merodeaba por los alrededores de los escenarios. Creo que es la primera y única vez en la historia que un escritor se metió a sí mismo dentro de una de sus novelas dejando el ego a un lado para simplemente darse un rol tan importante en su trama como el que podría tener un extra de Física o Química. John Steinbeck, hijo de Olive Hamilton, simplemente se menciona porque su abuelo Samuel Hamilton es uno de los protagonistas. Y su voz es la del narrador, pero no tiene protagonismo ni para dar los buenos días. No quiso competir con sus personajes ni contar que él era más gracioso que nadie, solo sintió una tranquila indiferencia hacia sí mismo. Un genio.

 

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Tardé bastante en apreciar la presencia del fantasma. Cuando al fin me di cuenta de que estaba conmigo ya llevaba mucho ahí, y lo sé porque me conocía demasiado. Si no hubiera estado presente desde tiempo antes, estudiándome y abriéndose camino a ritmo lento, no habría llegado a controlarlo todo de manera tan efectiva.

—¿Cuánto tiempo llevas aquí? —le pregunté al tomar consciencia de su existencia—. Mejor dicho, ¿Qué haces aquí?

Solo hubo silencio. Nunca contestó a mis preguntas y nunca se manifestó con palabras, su única forma de comunicación fue siempre su habilidad para generar la certeza de que nunca se marcharía. Eso y los ojos. Recuerdo que antes de su llegada veía otros ojos en el espejo, unos ojos que eran míos. Pero ahora son otra cosa.

La gente no suele creer en estos temas, pero hay quien sí lo hace. Y solo es necesario mirar a sus ojos para, sin palabras, saber si alguien cree en el fantasma. Porque esos mismos ojos que veo yo en mi espejo están también en los de ellos. Solo hace falta cruzar miradas para entenderse mutuamente, para decir sin decirlo un confidencial "sí, pero que no se entere nadie".

Llevo un tiempo sin notar al fantasma, y llegué a pensar que se había ido. Pero lo cierto es que tampoco me noto a mí. Miro al espejo y esos ojos todavía están ahí. Siguen sin ser los míos. El fantasma nunca se irá, pero dejé de notarlo. Porque el fantasma ya es yo.

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El otro día entré en Instagram. Bueno, suelo entrar en Instagram otros días, pero lo que quiero comentar ocurrió ese día y no otro. No recuerdo la fecha exacta, podría decir que fue el martes 28/09/2022, pero me estaría inventando hasta que el 28/09/2022 haya sido martes.

La cuestión es que aquel día entré en Instagram y vi la sección de reels recomendados, llena de vídeos que no aportan nada pero que aparecen siempre. Me quedé unos segundos mirando confuso a la imagen que invitaba a pulsar en uno de ellos, porque en aquella captura parecía que allí estaba pasando algo no apto para una red social como esta. No quiero ni imaginar en qué tipo de red social puede ser apto un vídeo como el que la imagen hacía intuir, pero en esta no. No obstante, al final resultó ser un vídeo de una mano echando spray de colores en un abdomen anónimo. Ni siquiera se veía el resultado final, era un engaño con la irrelevancia pura como único resultado.

Es curiosa la dictadura del algoritmo. Consigue llevar a esa irrelevancia a quien crea algo, haciéndole renunciar a la creatividad propia, y a la vez hace tirar el tiempo a quien consume esos algos que no son nada. El resultado es la esclavitud de una persona, que podría crear cosas originales, dándole la visibilidad que busca solo si sigue la fórmula establecida como la más eficiente para hacer perder el tiempo a quien dedica un rato de su vida a ver cosas que crean otros.

Las redes sociales monopolizaron la creación de contenidos espontáneos. Es una pena porque todas funcionan así, homogeneizando lo diferente. A veces incluso veo a gente promocionando sus obras por aquí cayendo en esas fórmulas, rindiéndose a esa irrelevancia basada en algoritmos. Pero no nos engañemos, aparecer más en pantallas ajenas no significa mucho. Ver a alguien haciendo lo mismo que muchos otros no transmite más que la evidencia de que está haciendo lo mismo que muchos otros. La única forma de conseguir un interés real es transmitir sensaciones humanas, aunque ese interés se quede en un círculo limitado. Ser nadie para muchos o ser alguien para esas tres o cuatro personas que de vez en cuando echan un ojo a lo que haces, ¿qué prefieres?

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