Antes del vuelo

Solo hay dos cosas que me gustan de estar dentro de un avión: quedarme dormido en mitad del viaje y salir de él después de aterrizar.

No obstante, hay algo asociado al vuelo que tengo que reconocer: Los aeropuertos tienen una capacidad de aportar paz que no se encuentran en otros sitios. Por mucho que esas horas en una máquina poco espaciosa, con los pies a muchos más metros de tierra firme de los que me gustaría, sean siempre una experiencia bastante desagradable, en pocos sitios se desconecta tanto como en esos momentos previos al viaje.

No hay silencio mejor diseñado que el silencio de aeropuerto. Esa calma que se consigue cuando se llega con cierta antelación, delante de un cristal mirando a la pista de aterrizaje con unos auriculares puestos en los que suena lo que el gusto del consumidor decide, es difícilmente conseguible en otros contextos sin recurrir a opiáceos. Tiene su magnetismo.

La cosa se estropea un poco cuando la cercanía del despegue hace que tus compañeros de vuelo vayan apareciendo y agolpándose en una fila interminable desde un rato antes de abrir las puertas, pero tú prefieres quedarte sentado, aferrado a esa calma que ya se escapa, y entrar cuando el mostrador se despeje. ¿Qué es lo peor que puede pasar? ¿Que la cabina se quede sin sitio para tu equipaje de mano y a la salida tengas que esperar 5 minutos más disfrutando de esa inimitable calma de aeropuerto mientras ves maletas salir por la cinta y la música sigue sonando?

Rubén Pedreira

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